Ciudadanía, comunicación y pandemia

 

Prólogo

Redes digitales y pandemia: remedio y enfermedad


Guiomar Rovira Sancho

Universidad de Girona

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Cuando empezó la pandemia no nos imaginábamos lo que vendría. Para empezar, pensamos que duraría unas semanas. Jamás que nos cambiaría en muchos sentidos, que perderíamos a mucha gente, que mutaríamos a ojos con mascarilla y, sobre todo, que aprenderíamos a trasladar al mundo digital miles de actividades de nuestro quehacer diario. La pandemia ha sido una tragedia humana y una enorme oportunidad para las corporaciones tecnológicas. El salto de lo analógico a lo digital se aceleró exponencialmente y generó pocas resistencias. El solucionismo tecnológico, tan pregonado por la ideología neoliberal como criticado por sus detractores, fue adoptado de inmediato por quienes lo tuvieron al alcance.

Las redes nos salvaron de la soledad, del encierro, de la impotencia, del miedo. De la insignificancia que nos acongoja en este mundo precarizado y aislante, sin espacio para lo común. A través de las redes enlazamos nuestros afectos y sorteamos la distancia física. Las amigas, la familia, las colegas y tanta gente que estaba perpleja y encerrada se encontraron en la magia de las pantallas. Recuerdo la emoción que sentía viendo las proezas de la comunidad artística, bailando y tocando a distancia piezas colaborativas. Amé esos memes que lograban arrancarnos la risa a pesar de la tragedia, unidos en una condición humana consciente y vulnerable.

La creatividad de los audiovisuales de extrema belleza, donde se conjuga música, imagen y texto, arte, pintura, acrobacia. Todo tipo de productos de entretenimiento caseros lanzados al universo del compartir. La pandemia nos acercó rápido a un burn out digital, a sentirnos saturados de emisiones y recepciones confundidas todas en un frenesí estático que a la vez no podíamos alcanzar ni podíamos parar. La adicción prevista por los algoritmos funcionó porque la pedimos a gritos y estaba ahí para quedarse, insaciable, como es insaciable el alma humana aislada. Y el data capitalism en la era del data is the new oil supo bien servírnoslo en bandeja.

La pandemia segó vidas por doquier y dejó maltrechas familias y comunidades. A mucha gente nos enseñó que se podía parar, que podíamos abandonar el frenético ir y venir de nuestras importantes actividades. De la noche a la mañana nos vimos encerradas en una «habitación propia conectada», remedando a Remedios Zafra, de la que muchas no querremos salir si no es por la fuerza. Porque, como muy bien dijo Kant, «la insociable sociabilidad» humana se escuda tras sus murallas. Y nada mejor que eliminar con un click cualquier molestia y navegar por tu burbuja de afinidad sin necesidad de verle la cara al que se lleva tu basura.

Florecieron los grupos de WhatsApp, de Telegram, de Signal, en los que fluyó la posverdad, las teorías conspirativas, el negacionismo y las fake news. La llamada «infodemia» nos empachó, nos confundió, nos angustió. Se hizo evidente que estamos más dispuestas a creer ciegamente en nuestros miedos que en aceptar la incertidumbre. Contra toda evidencia científica, la explicación más plausible resultó ser la peor. Y lo peor siempre parece ser fruto de una conspiración.

Al sector de la salud, la pandemia le impuso lo contrario del sector académico: salir a realizar jornadas agotadoras, un mes tras otro. Tampoco paró ni pudo encerrarse la base que sostiene la vida, quienes cumplen las labores menos remuneradas, alimentación, limpieza, cuidados. En México no hubo imposición de confinamiento por parte del Estado. Estaba claro que parar era un privilegio que en este país del mundo no funcionaría. El movimiento en las calles de la gran Tenochtitlán (Ciudad de México) era inversamente proporcional al nivel económico. Con suficiente dinero, no había que pisar el asfalto. El riesgo lo corrían los que no tenían más remedio. Tan entretenidas estábamos que quizás no vimos que la brecha digital se hizo abismo.

Pero, aun así, se inventaron formas de solidaridad que lograron enlazar necesidades y apoyo, como tantas que se relatan en este libro, compendio de artículos y de experiencias. Florecieron iniciativas autogestionadas, formas de dar solución a problemas inéditos. Los activismos durante la pandemia fueron muchas veces invisibles, se armaron con lo que tenían a mano, con impresoras 3D, con cadenas de WhatsApp, con reparto de comida y canastas de despensa, con crowdfunding para apoyar donde hiciera falta, etc. En el fondo, los activismos pandémicos surgían de los movimientos sociales ya en marcha. El año 2019 fue el de más movilización social jamás visto en América Latina, por ejemplo. Y la ola de las multitudes conectadas feministas estaba en su cénit, con movilizaciones imparables, denuncias constantes y un amplísimo repertorio de acción colectiva.

En México, donde yo estaba, se necesitaba apoyo mutuo. Se necesitaba verificación de la información. Se necesitaba atender la violencia de género. Las caravanas de migrantes quedaron atoradas en albergues como cárceles en las fronteras de Guatemala y de Estados Unidos. Eran tantas las emergencias. Las respuestas institucionales, como siempre, no abarcaron. Pero al menos el Gobierno abrió los centros de salud y hospitales a cualquiera, sin necesidad de acreditarse, y se impulsó el sistema público de sanidad, desmantelado en las últimas décadas.

Por su parte, la sociedad civil de la capital tenía la experiencia del devastador terremoto del 19 de septiembre de 2017, cuando se organizaron de forma espontánea brigadas para levantar los escombros, abastecer de materiales los albergues, facilitar la búsqueda. En ese contexto, la autoorganización fue ejemplar, pero aparecieron mensajes falsos y alarmas fuera de contexto. Para ello se creó un mecanismo de verificación de noticias en línea, Verificado19S. Se elaboraron mapas con la ubicación de los albergues y de los edificios hundidos, se trabajó con los datos que eran muchas veces incompletos y difíciles de mantener actualizados.

Tal como muestra este libro, la cultura gestada en los ciclos de movilización anterior se continuó en pandemia. La ola feminista mexicana que estaba en su cénit, con la máxima protesta jamás vista en las calles el 8 de marzo de 2020, no se detuvo. Se siguió pensando y ensayando formas de cuidarse unas a otras ante el aumento de la violencia doméstica que trajo el encierro. Ante las dificultades de maternar sin escuelas, se hicieron «burbujas de niñes» entre vecinas. Se atendieron necesidades para parir sin ir a hospitales, se creó la Casa de Partería Morada Violeta. Y sobre todo vimos el giro a la reflexividad digital de una generación feminista, capaz de abrir todo tipo de conversatorios, webinars, conferencias y mesas por todos lados. Las más jóvenes tomaban la palabra sin esperar autorización, discutían, aprendían, enseñaban, se interpelaban, en un florecimiento del diálogo y la conversación entre pares, más allá de todo límite territorial. Se siguieron construyendo los nuevos sentidos comunes de la vida y de lucha. Y tal como se vio dos años después, el 8 de marzo de 2022, las mujeres volvieron a las calles más fuertes y numerosas.

A su vez, quienes paramos en seco entendimos que no éramos fundamentales. Cuando la vida peligra, el sector educativo sirve de poco. Y así, sin despedirnos siquiera, abandonamos las aulas, ignorando que el pizarrón y la tiza quedarían enterrados en el fondo de estos tiempos. No teníamos conciencia de que en breve usaríamos Blackboard Collaborate, Moodle, Google Classroom, Google Meets, BlueJeans, Jitsi, Zoom, Teams. La zoomificación del mundo académico llegó para quedarse.

Aprendimos a dar clase en todo tipo de plataformas, sin quitarnos el pantalón de pijama ni las zapatillas. En mi universidad, gran parte del profesorado se resistió, se argumentó que en el convenio colectivo no aparece que tengamos obligación de saber usar un teclado. Ya en 2022, dos años después, ese mismo personal docente que se declaraba incapaz de manejar una computadora, no quería volver a las aulas, aduciendo poca ventilación y peligro: prefería el Zoom.

En las soluciones individuales y las soluciones colectivas, los microactivismos generaron resonancias y contagios. Aprendimos a hacer lo que se pudiera con lo que teníamos a mano. Se donaron ordenadores para estudiantes carentes de equipo, se hicieron campañas para comprar tabletas para conectarse a internet. En la universidad pública, cada docente intentó atender las diferentes condiciones de la exclusión digital: dar contenidos sincrónicos y diacrónicos, grabar las sesiones para quienes no tenían un buen internet, recurrir al correo electrónico o a la llamada telefónica. Nos parecía imposible, pero se logró llevar a buen puerto las tesis y trabajos final de grado planeados en sus inicios para hacer etnografía y trabajo de campo. A marchas forzadas, todo fue digital. Entrevistas en profundidad no presenciales, etnografía digital, observación participante a partir de grupos de WhatsApp y Facebook, grupos de discusión en salas electrónicas, asesorías digitales y exámenes doctorales a distancia.

¿Qué más pasó? Descubrimos que se podía hacer yoga o cursos de meditación por Zoom, que no hacía falta ir al gimnasio, sino conectarse al Reto Runner Contra el Bicho, por ejemplo, en YouTube. Que para bailar bastaba con conectar la consola de la PlayStation al programa de JustDance. Y para comer platillos exquisitos no era necesario ir a un restaurante, se podía pedir por alguna plataforma digital o buscar una buena receta y seguir paso a paso un tutorial de internet.

Las plataformas en streaming de películas captaron el momento y pescaron clientela tras una ventana de «altruismo» y gratuidad. A la vez, el Metropolitan de Nueva York emitió sus óperas en abierto. Los museos ponían sus colecciones a la disposición de visitas virtuales. La lectura y compra de libros aumentó. Mucha gente entregó su obra, su conocimiento, todo lo que hacía, mientras la crisis devoraba los trabajos relacionados con el ocio, los espectáculos, la música, las artes. Y las salas de cine cerraban para siempre.

Al mismo tiempo, la burocracia se hizo impenetrable, metálica, cruel. Del «vuelva usted mañana», del que se quejaba Larra, pasamos a una interfaz que exigía certificados digitales y a unas oficinas «cerradas por contingencia», y luego a la tortura de la «cita previa». Las brechas se profundizaron por edades, excluyendo a los mayores.

Todo problema es una oportunidad para aprender algo. Pensábamos ingenuamente que estábamos ante una prueba mayor, que la COVID-19 nos haría más conscientes de la vulnerabilidad común, de la necesidad de una salud pública de calidad en todos los países, de la urgencia de una renta básica universal para sostener el mundo, de la responsabilidad colectiva ante el medio ambiente, de la imperiosa valoración de los trabajos más imprescindibles. Y también del imperativo de tomar las riendas de las corporaciones digitales y regularlas, y convertir la infraestructura de la comunicación en un servicio público global, no sometido a las tiranías de la ganancia de unos pocos.

Pero pasaron dos años y volvimos a lo mismo. Solo que más digitalizados que nunca. Y de inmediato, cuando creíamos que íbamos a bailar al mismo frenético son que antes, llegó la guerra en Ucrania para contaminar el cielo con armas y bombas, a sembrar la muerte e incrementar la expropiación. El negocio de la guerra, en pleno auge del imperialismo digital, necesitaba aceitar sus fusiles con el imperialismo territorial. Las resistencias y las luchas hoy se enlazan en un clamor apenas audible ante tanto ruido en unas redes que salvan y a la vez son tóxicas. Un remedio vuelto en veneno. Unas redes que permiten desarrollar el pensamiento crítico y la resistencia, pero que en la lógica del mejor postor quedan reducidas a la barbarie. En manos de la gente, exigen democracia y libertad. En manos del poder, son armas de destrucción.

Calvo, Dafne; Sánchez-Duarte, José Manuel y López-García, Guillermo (eds.). Ciudadanía, comunicación y pandemia. Respuestas digitales a la crisis de la Covid-19. Publicacions de la Universitat de València, 2023.

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